En las tardes de lluvia las montañas escalan más despacio y las cafeterías son más ruidosas. El asfalto es acribillado por finas gotas desparramando charcos que pisarán zapatos desconocidos. El corzo protege su infantil rostro en el arbusto y la hormiga sigue haciendo de las suyas. Las cortinas de los pisos están recogidas y se observan televisores al atardecer gris entre siluetas imprecisas. Llueve templando la plaza, hasta que la convierte en un silencio de porches y columnas. Lluvia que abre la luminosidad del semáforo de la esquina y los escaparates. Suenan con armonía los riachuelos que golpean musgos. Y sigue lloviendo. Me desplazo rápido y recto, intentando esquivar farolas y viandantes que se paran como muros antidisturbios. Mientras tanto, la cebada ha nacido verde y sin sollozar juguetea en una tierra roja, bella y cercana.